Iván Lepes

Iván Lepes


Iván Tibor Lepes fue un rara avis de la parapsicología argentina. En primer lugar porque comenzó a investigar a la edad en que la mayoría de sus colegas ya han desertado, decepcionados por las dificultades. Nació en Hungría, en 1918, y llegó a la Argentina junto con su familia a los 7 años. Viviendo en las afueras de Buenos Aires decidió que su vocación era la agronomía. Estudió en la Universidad de Buenos Aires y se graduó como ingeniero agrónomo especializado en micología. Trabajó en diversas empresas y también fue profesor en la facultad de agronomía y veterinaria de la Universidad de Buenos Aires. Siempre se caracterizó por una inclinación particular hacia la investigación científica. 

Una vez jubilado, dio rienda suelta a los intereses que permanecían latentes a la espera de tiempo y recursos. Comenzó desde entonces a participar activamente en grupos y seminarios de filosofía, y sobre todo a involucrarse en parapsicología. Fue miembro del Instituto Argentino de Parapsicología y del Instituto de Psicología Paranormal. Debido al valor que le asignaba a la metodología científica, encontró en Naum Kreiman un interlocutor legítimo y entusiasta, reuniéndose ambos en reiteradas ocasiones para discutir proyectos y diseñar protocolos de trabajo. 

Otra de las peculiaridades de Lepes fue dedicarse exclusivamente a investigar un solo aspecto de la parapsicología. Durante más de 25 años y hasta su fallecimiento, trabajó intensamente sobre la posible comunicación telepática entre animales, más precisamente entre Drosophila melanogaster, conocida como la mosca de la fruta, un tipo de insecto que había aprendido a criar durante su carrera de agrónomo. En 1983 recolectó una primera población en la ciudad de Buenos Aires. Durante los cuatro años posteriores efectuó diversos métodos de selección, hasta que logró efectuar un primer ensayo analizable estadísticamente (Lepes, 1987). 

La estrategia general para estudiar la posible aptitud telepática de las Drosophila era en primer lugar dividir la población entre machos y hembras, para luego someter a los primeros a un prolongado ayuno, mientras permanecían en un tubo que tenía la mitad de su volumen iluminado y la otra mitad en la oscuridad. 

Por otro lado, alimentaba normalmente a las hembras, aunque las mantenía alternativamente en la luz o en la oscuridad mediante un sistema aleatorio. La hipótesis era que las hembras podrían transmitirle a los machos que la comida se encontraba en la luz o en la oscuridad, en cada situación. Si esto ocurría, se esperaba que los machos permanecieran un tiempo mayor en esa condición. Luego de algunos años de trabajo realizó nuevos ensayos (Lepes, 1992) (Lepes & Argibay, 1994), modificando el protocolo original, obteniendo resultados que confirmaban su hipótesis, aunque él siempre aclaró, con la prudencia de los que saben, que hacían falta más experimentos para llegar a conclusiones definitivas. 

Es necesario destacar las dificultades propias de la investigación con este tipo de animales. Gran parte de sus esfuerzos estuvieron dirigidos a neutralizar una cantidad de hipótesis alternativas que podrían permitir la comunicación por medios normales, como eran los campos electromagnéticos, la extraordinaria capacidad olfativa y la extrema sensibilidad a la luz de esta especie, lo que obligaba a esmerar cada vez más el aislamiento entre emisores y receptores. 

Un objetivo interrumpido por su fallecimiento en 2012 fue conseguir, mediante la selección y posterior reproducción de individuos particularmente exitosos, una población con una aptitud telepática ostensible, ya que consideraba que la importancia en la adquisición de una población estable radicaba en la posibilidad de estudiar en ellas los factores genéticos que condicionan sus presuntas capacidades telepáticas y las causas físico-químicas que intervienen en ellas y, asimismo, con la ingeniería genética actual, traspasarla a animales superiores. 

Quien llegaba hasta su austero departamento del barrio porteño de Balvanera, encontraba un anfitrión amable y siempre dispuesto a conversar de sus “mosquitas”, a las que les había destinado una habitación de su residencia, ya que una característica que sí lo emparentó con casi todos los investigadores argentinos fue que los fondos para sus investigaciones surgían de su propio bolsillo. Y si el visitante lograba instalar la consulta sobre los fines últimos de su investigación, se encontraba ante una respuesta inesperada, que también supo incluir en sus escritos: 

“Las motivaciones para experimentar con las diversas formas de los fenómenos psi es muy variada. En mi caso, el interés especial por la telepatía en interespecies animales se debe a lo siguiente: Existen experiencias de telepatía entre personas, que parecen demostrar que su efecto es independiente de la distancia entre emisor y receptor. En nuestro vastísimo universo, las probabilidades indican que en algún otro planeta puede haber seres inteligentes similares a nosotros o hasta más evolucionados. Dada las enormes distancias en nuestro universo, que alcanzan a miles de millones de años-luz, la comunicación con medios como los radio-telescopios, sería imposible, por cuanto la intensidad de la energía radiante disminuye con el cuadrado de la distancia. Por todo lo anterior, la telepatía -de existir, manejarse y sintonizar a voluntad- sería el medio adecuado incluso para poder comunicarnos con posibles inteligencias extraterrestres”. 

Por último, otra curiosidad que lo destacaba, valorada hoy en la discusión sobre el uso de animales para la investigación científica: siempre recomendaba a sus operadores que al manipular los individuos tuvieran especial cuidado en no dañarlos con los instrumentos o con el uso excesivo de cloroformo, no tanto por tener que reemplazarlos sino “para que no sufran”. Y al finalizar cada experimento, para descartar los sobrantes, en lugar de sacrificarlos abría la ventana y los dejaba libres. 


Artículo original (cedido por Juan Gimeno)